‘El médico de todos’, In memoriam de Eduardo del Pueyo Ara, médico jacetano. Por Carlos del Pueyo

El médico de todos, In memoriam de Eduardo del Pueyo Ara, médico jacetano. Por Carlos del Pueyo.

He conocido a tu padre. Todo un señor», era lo que me decían durante los últimos años la mayoría de amigos cuando conocían a mi padre. Pero si por algo se caracterizaba realmente, como he visto reflejado en los numerosos comentarios de las redes sociales desde que se murió, es por haber sido el médico de tantos y tantos jaqueses y jacetanos.

Comenzó a ejercer bien pronto, lo que le llevó a convertirse en el médico de varias generaciones. Se sabía de memoria los datos de todos porque lo vivía, no eran solo sus pacientes, eran su razón de ser, su vida. La relación tan estrecha que mantenía con casi todos ellos, sobre todo antes de que llegara la frialdad de las consultas del Seguro, creaba una situación que iba más allá de lo normal entre médico y paciente.

Porque él lo vivía con pasión, con todas sus ganas, cada enfermo no era solo un caso médico sino que para él era la vida de una persona que podía cambiar para bien o para mal. De alguien que conocía y a quien quería solucionarle sus problemas hasta donde su trabajo le permitiera.

«Se sabía de memoria los datos de casi todos sus enfermos, que para él eran mucho más que pacientes»

Cuando te contaba esos casos que tenía, personas que habían salvado la vida, otros que no, algunos que lograban mejorar su salud, otros que empeoraban sus condiciones de vida, en todos los relatos notabas esa pasión, esa entrega, ese interés humano que transmitía al contarlo porque lo hacía desde las entrañas, como algo suyo.

Un médico al que le tocó ir a caballo por los montes de la Jacetania para visitar a los enfermos

Recuerdo, como si fuera ahora, cuando relataba emocionado, ante el pleno de la Real Academia de Medicina, sus traslados a caballo por los montes de La Jacetania para llegar a visitar, en plena noche, a los enfermos cuyos pueblos se quedaban aislados por la nieve o no tenían carreteras para llegar.

Esos tiempos difíciles que le tocaron vivir le hicieron un hombre duro a quien lo que para el resto de nosotros suponía un sacrificio, para él era lo normal. Y por eso llegaba adonde otros no lo hacían. Y por eso nos enseñó, con su ejemplo, lo que es cumplir con el deber y sacrificarse por el trabajo. Y eso, por lo menos, lo hemos aprendido bien, seguramente porque lo vivimos tan de cerca.

Se convirtió en el médico de todos porque estaba dispuesto a curar a todos, a todas horas y todos los días. Fueran ricos o pobres, de pueblo o ciudad, jóvenes o viejos, daba igual. Su puerta siempre se abría y solo preguntaba: «Dígame, ¿qué le pasa?».

Su puerta, como médico, siempre se abría y solo te preguntaba: «Dígame, ¿qué le pasa?»

Supo amoldarse a todas las circunstancias: por la mañana visitaba a un enfermo en Barós y al mediodía hablaba por teléfono con Barraquer, con La Figuera, con Bragado, con Pelegrín, con Monclús, con Guillén, con Ferreira, con Mainer, con Pardos, con Zopeti, con Puente, con Solsona o con Lozano. De algunos había sido alumno aventajado y de otros compañero de clase.

A todos ellos, y a otros cuantos especialistas de primera línea que ahora no recuerdo, con quiénes mantenía una estrecha relación profesional y de amistad, envió a muchos jacetanos para que les curaran lo que él en Jaca no les podía curar.

Conjugó bien los verbos sobre el sacrificio y el deber como médico y como persona

Ese infinito sentido del deber y ese inagotable espíritu de sacrificio no lo he visto en ningún otro hombre y he conocido, afortunadamente, por razones profesionales, a decenas de grandes hombres.
Esa capacidad de entrega no era solo en el trabajo, en lo personal nunca te defraudaba, nunca te decepcionaba, al contrario, casi siempre te sorprendía su generosidad.

Se me quedaron clavados en la retina del tiempo aquellos coches de pedales que me compraba en El Siglo como recompensa por haberme portado bien o por sacar buenas notas, y con los que bajábamos volando sobre los adoquines de la calle Mayor hasta llegar a casa, casi iba él más contento y más rápido que yo… Disfrutaba con la alegría y la felicidad de los demás, con ese corazón tan lleno que no hacía más que dar.

Nunca lo oímos quejarse de nada, para él no había problemas sino soluciones.
Cuando era un crío, le acompañaba casi todos los días a pasar la visita por toda Jaca, ¿te acuerdas, papá?… Madre mía, cuántas cosas aprendía aquellas tardes en el coche, entre casa y casa, entre enfermo y enfermo, y cuánto cariño recibía… O cuando venías a buscarnos al colegio, ese día era fiesta porque podías tan pocas veces…

Se nos fue sin darnos mal, sin molestar, con discreción, como él siempre hacía.
Todavía no me he hecho a la idea. Tantas veces cada día me paraban por las calles de Jaca para preguntarme por él que ahora, cuando veo a algún conocido de lejos, pienso, ahora me preguntará por papá… Pero ya no, ya no puede… Y yo no le puedo contestar que sigue bien…

Rectitud, capacidad de trabajo y entrega a los demás resumen gran parte de su vida como médico

Su ejemplo de rectitud, tesón y entrega eran una garantía de que la empresa que fuera iba a salir bien. Le ofrecieron innumerables ocasiones para ocupar cargos y hacer cuantiosos negocios y siempre supo decir que no; no quería más dinero que el de su trabajo y no buscaba más honores ni reconocimiento que los méritos profesionales del trabajo bien hecho y la recompensa del cariño sincero.

Ese gran corazón, que también sufrió mucho a lo largo de la vida pero de lo que nunca nadie se enteró. Bueno, solo mamá. Pérdidas irreparables que causaron dolor. Esa inmensa admiración por su padre, por el abuelo Eduardo, a quien no conocimos porque se fue demasiado pronto pero por quien nos inculcaste tanto amor que siempre lo tenemos presente.

«Has dejado un legado humano que resulta insuperable. Tu optimismo y tu nobleza no caen en saco roto»

Fue un reconfortante y admirable ejemplo de vida para ti. Pero puedes estar seguro de que, aunque sea difícil, has mejorado aquel ejemplo y nos has dejado un legado humano que resulta insuperable. Tu optimismo, tu nobleza y tu pureza de corazón no han caído en saco roto.

Te definías como un hombre liberal («pero liberal de verdad, no como los de ahora»… te gustaba apostillar) y así vivías. Como en todo, hacías lo que decías, cumplías lo que proponías y defendías lo que pensabas, siempre fiel a lo que creías. Y por eso respetabas a todo el mundo y pensabas que cada uno sabe lo que tiene que hacer y es responsable de ello. Encarnabas el sentimiento y el concepto liberal. No te entretenías en simplezas ni te despistaban los detalles sino que siempre conseguías ir hacia lo importante, al fondo, al meollo de la cuestión, para alcanzar lo mejor.

«Esa sonrisa que a tantos enfermos curaba te convirtió en el médico de todos…»

Ese gran corazón que lo compartía todo y que tan bien sabía escuchar. Esa sonrisa que a tantos enfermos curaba. El médico de todos que tantos ánimos daba y que tantas fuerzas y esperanzas repartía, entre antibióticos, aparatos de tensión y fonendoscopios.

El médico de corazón limpio que contra tantos gérmenes luchó para que sus prójimos vivieran mejor.
Ese corazón que el otro día se paró sin avisar. Uno de los últimos días que hablamos me dijiste: «No creo que les haya salido hoy un electro mejor que el mío en toda España»… Tenías razón, me lo confirmaron pero, aún así, tu reconocido y reputado ojo clínico acompañado siempre por ese optimismo, ese afán por buscar lo bueno, lo positivo, te traicionaron en la última vez… Y nos quedamos solos, de repente, muy solos.

Ese corazón que solo sabía perdonar y al que no le gustaba pedir explicaciones

Ese corazón que solo sabía perdonar y al que no le gustaba pedir explicaciones. Ese corazón que terminó por partirse de golpe, de repente, sin avisar, sin sentir dolor pero que, en realidad, se había roto el 4 de febrero, ¿verdad?, cuando murió mamá. Y que tanto esfuerzo hizo para sobrevivir sin ella, para superar esa separación que tanto sufriste, que fue perdiendo las fuerzas hasta que ya no pudo más y se apagó en silencio, en brazos de tu hijo Fernando, que tanto te cuidó.

Ya sé que le rezabas, ¿verdad, papá? Y ves cómo te escuchaba. Ahora ya estáis juntos, que estoy seguro que, en el fondo, es lo que de verdad querías. Único consuelo que nos queda. Y sabes que, ahora, en vuestra eternidad, nadie os podrá volver a separar por nunca jamás.
Igual que también aquí, en Jaca, en tu querida Jaca, para tantos y tantos jacetanos que tanto te quieren y que no te olvidan, seguirás siendo el médico de todos para siempre.

¡Ah, papá! Se me olvidaba. El otro día os vimos: Javi y yo miramos al cielo de Cádiz y os vimos sonrientes, diciéndonos adiós con la mano, mientras tu nieto preferido, como te gustaba llamarle, juraba bandera. Te guardamos el vino de homenaje que te había comprado para regalarte. Siempre en tu memoria.

Por Carlos del Pueyo

El médico jacetano Eduardo del Pueyo falleció el pasado 27 de julio, en Zaragoza, a causa de un fulminante infarto de miocardio. Médico durante cincuenta años en Jaca y la Jacetania, es recordado por varias generaciones de jaqueses, que han mostrado su pena por su pérdida en innumerables mensajes en medios de comunicación y redes sociales. El martes, 24 de agosto, se celebra una misa en su recuerdo en la Catedral de Jaca, a las 11.15 horas.

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